FELIZ DÍA DEL LIBRO AD AETERNUM.

Hoy quiero defender la autopublicación, esa vía maldita de dar a luz un libro que, según algunos altos signos vivientes -como calificó Mallarme a Hamlet- resulta hoy en día, inviable,  heterodoxa, bastarda, impura e incluso, un acto quasiperverso de egolatría (aunque, a quién no se le hincha el ego cuando ve su texto publicado y lo exhibe de feria en feria…). Lo primero a tener en cuenta, según mi opinión impía, es que costear tu propia publicación es como diseñarte tú mismo tu propio traje de novia. Lo importante es que, no sólo tengas tipín para ponértelo, sino que además tengas maromo para que el atuendo tenga sentido y no hagas el vaina. Costear tu propio libro es como decidir que vas a ser madre sin necesidad de varón en carne y hueso y de su acto penetrador: el bebé o la bebé será un ser vivo igualmente. Costearte tu propio libro es como irte de vacaciones tú solo, aunque te condenen por cenar con tus pensamientos en un restaurante o te observen de reojo cada vez que te tumbes al sol en en la piscina del hotel, por mucho que te cueste ponerte crema en la espalda. Pides ayuda y punto. Nunca se sabe lo que puede venir después… Yo también cuento con publicaciones en editoriales especializadas (un honor, claro que sí), lo cual me satisface muy mucho, y desde aquí aplaudo el esfuerzo encomiable que dedican éstas a publicitar nuestro trabajo para con la dramaturgia. Tratándose de teatro, género que por su naturaleza está siempre  a medio hacer y cuya materia final sólo se configura en un escenario, mis autopublicaciones teatrales han sido representadas días después de haber sido plasmadas en papel. A mí, personalmente, es lo que me llena, según un dicho muy «real», de orgullo y satisfacción. Los textos míos salen a la calle, por supuesto, sin haber sido finalizados, al no deshacerme por completo del complejo «Juan Ramón Jiménez «. Sin embargo, una cosa es mi incansable manera de retocar, y otra que mis textos no hayan pasado filtros. Mis filtros lo configuran, en primer lugar, un grupo de filológos/as, a quienes considero auténticos padrinos/madrinas del texto teatral y su estudio; en segundo lugar, actores y actrices (saber cómo suena, qué sienten, qué ven, que no terminan de aprehender) y por último, un grupo de amistades de carácter heterogéneo (como el público que asiste a los teatros, nada de ateneos excelsos, puesto que Molière le daba a leer sus obras a su cocinera para ver si se reía o no, y no a su editor/Dios) para conocer la dimensión y recepción de mi mensaje. La editorial con la que he publicado hasta ahora no me satisface en absoluto, tan solo es una manera de que me llegue el esperma de la publicación y me fecunde. Me costó un quintal traerme todos mis libros a Madrid y aquí me acompañan. Y nunca me fijo en la editorial, sino en las palabras inquietantes de quien leo desde anoche,  Ana María Matute, en la colección RTVE de mi querido abuelo.

Cuando digo que voy a publicar una nueva obra, la pregunta snob es «¿Con qué editorial?» Mi cara adquiere gestos de una imbecilidad absoluta, acto reflejo y espejo de la de mi emisor. Es como si a una mujer embarazada le preguntan quién, cómo, dónde, cúando y por qué te penetró. Totalmente. «¡Y qué más da!, digo yo. Se estrena la semana que viene». Y me suelta: «Ya hombre, pero tú sabes… no es lo mismo…». Y yo me acuerdo de la colección de RTVE que tantas horas de placer me dio cuando era chaval y las que me sigue dando. Independientemente de la calidad de sus páginas y de su diseño -que parece una caja de supositorios de la serie «Cuéntame»- me embobo con esos prólogos firmados por verdaderas joyas literarias. No soy de envoltorios, si no de interiores, y, tratándose de teatro, de escenarios. Lo mejor de todo es que cuando he presentado un libro nadie pregunta por la editorial, sino que gusta de ver y oír a los intérpretes ese día decir y sentir el texto. La fecundación in vitro y bastarda ha sido un éxito. Digo yo…