Sabes muy bien que nosotros viajamos en el camarote 310, donde no se nos permite ver el horizonte desde el ojo de buey que preside el habitáculo: han colocado un póster desvaído de las Bahamas donde el sol no se muestra radiante, las palmeras están quietas y la arena parece artificial: un sueño plastificado como otro cualquiera. Pero ahí nos toca dormir en esta noche oscura del alma, un poco incómodos y alertas, porque si un elemento punzante nos roza desde fuera, se puede producir una fisura, y seremos los primeros en saludar a San Pedro. Al menos en eso nos pondremos por delante de ti y esta vez no podrás rechistar: seremos bienvenidos en el Reino de los Cielos, a no ser que San Pedro también esté compinchado con tus compadres y nos envíe directo al Limbo. Pero no importa. Incluso allí seguiremos haciendo lo que ahora no nos cansamos de hacer: magia potagia. Pero no como la que tú haces, gran mago de Oz.
Lo que no sabes es a qué olemos, porque te da repelús el rozarte con nosotros. A ti lo que te gusta es tostarte en cubierta, con daiquiri en mano, mientras nosotros -vetados- nos entretenemos contemplando el mar, por si nos saluda algún delfín. Tú, desde tu hamaca, sigues ensimismado con el cloro, con las pamelas, con los fulares, con la carne fresca gratis y los snacks crujientes, moviendo tu pompis al son de la salsa de moda. No te interesa si pasa un delfín o un caballito de mar. Porque eso te obligaría a recordar, cuando también te quedabas apoyado en la baranda, con tu carita gris de niño andaluz emigrante; niño con pupilas cargadas de chispas capaces de aniquilar a cualquier Goliat gubernamental que se pusiera en tu camino. Ahora ya no te interesa si un delfín te sonríe: los labios de Goliat te ponen más mientras bailais pegados en su callejón gatuno de espejos cóncavos. Ahora es demasiado aburrido ver delfines payasos apoyado en la baranda, dejándote llevar por la insulsa melodía del mar y embobarte con otra puesta de sol. Porque tú ya eres el sol, rey…, y los planetas giran ahora en torno a ti, y más allá de la Via Láctea no ves más que una zona baldía donde los Marcelinospanyvino pellizcan los mendrugos que les ha lanzado tu Goliat.
¿Te imaginas si el mar se manifiestara ahora mismo en modo rebelde? Tu camarote se movería exactamente igual que el nuestro, ni una oscilación más, ni una oscilación menos. Tendrías que agarrarte bien fuerte para no caerte, como nosotros. ¿Y te imaginas que apareciera ahora la ballena blanca y le pegara un coletazo iracundo a esta nao llamada Teatro? Podríamos acabar todos en su estómago con semblante tipo Jonás. Esta vez tú irías por delante -como siempre- por estar en cubierta drogado de daiquiris junto a tu meretriz de turno, la cual también sería triturada como el resto: Esa dama trasnochada que te escribe sonetos con rimas fáciles y te toca la pianola y lo que haga falta. Miedo me da pensar cuando el níveo cetáceo nos voltee a dentelladas y nos engulla hacia su interior, porque -horror- ahí estaremos todos mezclados, cual gazpacho, sin distinción. El mar cuando está enfadado no filtra, es un titán, no selecciona, no expurga, no disecciona, no entiende de tejes y tejemanejes; le da igual que seas un caballo de pura sangre o un asno, un tonto de capirote o un arzobispo hispalense; un director sapientísimo o una vedette catetísima. El mar se los tragaría sin compasión. Igual que tú tragas ahora: sin miramientos.
Tranquilo. Son imaginaciones nuestras. Hoy la mar está en calma y todos estamos en nuestro sitio. Como Dios manda: Tú, arriba, chapoteando sobre tu colchoneta, mirando al cielo a través de tus gafas regaladas mientras tu meretriz te masajea con cosquillas el bajo vientre; y nosotros, abajo, en nuestro camarote 310, mirando fijamente el póster de las Bahamas para que nos quede claro que ése será el Paraíso para los niños con alpargatas y sin Mary Poppins. Y cuando lleguemos a puerto y te dé por mirarnos de soslayo, tal vez te avergüence nuestro aspecto: mistura de hippies, corsarios y zíngaros, oliendo a mar profunda y coronados con nubes; arrastrando baúles desconchados y macutos con remiendos, alzando nuestra pancarta de cascabeles y estrellas donde reza nuestro misil «Idem eaedemque sempiterni», liderados por un Ishmael que vale un Potosí y que nos hace reír a mandíbula batiente por haber llegado sanos y salvos al mismo destino que tú.
Y los delfines saltan… y las nubes se levantan…
Impactante. Incomodo. Intrigante.